Hoy las ciudades se enfrentan a dos cuestiones muy distintas: de una parte progresar a toda costa y de otra tener buena calidad de vida, son perfectamente armonizables pero la mayoría de las veces nos dejamos llevar por la creencia de que las grandes ciudades nos ofrecen un mundo lleno de posibilidades, y es verdad, aunque deberíamos plantearnos hasta qué punto esas oportunidades podrían ser encauzadas hacia ciudades mucho más inteligentes, mucho más humanizadas.
La historia nos dice que las ciudades han sido a lo largo de los años centros políticos y en algunas ocasiones auténticos estados. Son núcleos de experimentación, de innovación y desarrollo; pero también lo son de comunicación y de relación. Sabemos que las grandes ciudades manejan tales economías que superan a las de muchas naciones y no sólo subdesarrolladas; la velocidad a la que crecen y acaparan el poder que restan al gobierno de sus países, hace que sean vistas con recelo, de ahí que los entes superiores las traten de limitar anteponiendo criterios políticos a sociales que casi nunca solucionan nada (no hace mucho que cierta alcaldesa hizo valer su creída posición ante las más altas instancias del país, y sin embargo, pese a su “Colaura”, de no haber sido por el Gobierno del Estado difícilmente hubiera conseguido sus propósitos). Las urbes más populosas que superan los tres millones de habitantes plantean problemas que al final sólo se pueden corregir con medidas que exceden a las que serían deseables y que la mayoría de las veces ya solo dependen de la intervención del Estado.
En ese conjunto de políticas aplicables a esta problemática, se tendrían que tener en cuenta las más apropiadas para incentivar la creación de nuevas empresas y proyectos, utilizando ventajas fiscales o directamente promovidas con dinero público para ayudar y beneficiar a las ciudades pequeñas, donde la falta de habitación y el abandono del medio rural socavan el territorio y hacen inviable la accesibilidad a los servicios que todos los ciudadanos merecemos. Se generarían proyectos e inversiones que aportarían valor y que tendrían como principio y fin la fijación de la población en sus lugares de origen. El fondo social sería más fuerte y solidario, tendríamos ciudadanos felices y volveríamos a las familias de antes – abuelos, padres e hijos en un mismo entorno – asimismo, estas ciudades obtendrían el tamaño ideal, con más actividad y más servicios, estabilidad económica y asentamiento social, y las más grandes irían quedando más aptas para vivir, más humanizadas, y cada vez menos expuestas a la presión que hoy día se somete a sus habitantes.
Como digo, la gran ciudad se viene definiendo como un poder emergente que mira de soslayo los poderes del Estado. Sus “extravagantes” estrategias para llamar a más empresas y generar más dinero con el que poder pagar la ingente cantidad de servicios que se les requiere, hacen que parezcan auténticos agujeros negros que devoran todo cuanto se les acerca. Pero para subsistir a problemas como: el tráfico o la contaminación, el ruido, la vivienda, los alquileres, la sanidad, la delincuencia, los centros educativos y todos los dimanantes de tantos y tantos servicios; las respuestas ya se les han acabado.
Parece ser que existe la evidencia científica de que hay un tamaño ideal de municipio, una escala por debajo de la cual no hay una masa crítica suficiente para prestar servicios de manera eficiente y por encima se degrada y despersonaliza el nivel de servicio al ciudadano.
¿Sería ese tamaño el punto clave? la experiencia nos dice que podría estar en las ciudades medianas, capaces de desarrollarse de manera sostenible, con un tejido social que potencie las relaciones que determinan la forma de ser, de desarrollarse, de interactuar y de proyectarse en los ámbitos: familiares, laborales y comunitarios. Otras estructuras de mayor calado conducen a la inmensidad, y supeditan todo a la buena marcha de la economía, a la localización de empresas, a sacrificar la calidad de vida de sus habitantes, y al estar pendientes y ser esclavos de la gran vulnerabilidad que conllevan todos los problemas que acechan a las “super-urbes”; lo que supone un riesgo muy difícil de asumir.
Me gustaría insistir en que el Gobierno de la Nación podría corregir sus recelos hacia la “arrogancia” política de las grandes ciudades con medidas sustanciadas en entramados políticos, por ejemplo clarificando las competencias entre sí, las comunidades autónomas y los ayuntamientos, si esa es su visión; pero sin obviar la generación de ayudas al desarrollo de las pequeñas ciudades. Tampoco es solo eso lo que nos interesa; además son las medidas de tipo social que puedan poner en claro un nuevo concepto de ciudad, aportando bienestar y solidaridad con el resto de ciudades o poblaciones que comportan el conjunto nacional. Generar la inteligencia suficiente en las ciudades más pequeñas desde sus bases (centros cívicos, proyectos de iniciativa y de participación, asociaciones vecinales, así como redes de comunicación y de intercambio de ideas) para que redunde en beneficio de los propios ciudadanos, aportando bienestar y posibilidades… Ese es el reto que tendrá que marcarse como prioridad inmediata la Sociedad Civil organizada, para afrontar con éxito el disparate que supone la despoblación de las pequeñas ciudades, y el no menos disparate que es la vida en las grandes, donde las personas dejan de contar como tales y quedan al pairo de su máxima simplicidad.
Vivo en Valladolid, una ciudad que para mi gusto es ideal, pero aún siendo más grande que las de nuestro entorno (Salamanca, Zamora, Segovia, Palencia, Soria, etc.) y al igual que éstas gozando de una gran calidad de vida; sin embargo, año tras año vemos como se nos agrava el problema de la deshabitación, cada vez se eleva más la tasa de edad de sus moradores y los jóvenes no tienen más remedio que irse en busca de su futuro laboral. Tenemos buenas Universidades, tenemos Cajas de Ahorros (deseando cumplir con sus fines primigenios), tenemos buenos profesionales y capacidad para su formación, tenemos magníficos funcionarios y, por ahora, los servicios suficientes, tenemos Organizaciones Civiles y redes de información, tenemos la mejor ubicación geográfica, nuestro clima no es ni mejor ni peor que el de Madrid… ¿Qué falla?… Preguntemos a los políticos.
Hoy sabemos que la población mundial está creciendo a niveles extraordinarios y que en breve la vida de más del 80% de los habitantes de este planeta será engullida por las grandes urbes, será urbanita. De ahí que tengamos que reaccionar hacia lo que, previsiblemente, supondrá una nueva realidad. Ahora o nunca.
Manuel Jiménez García